Con la fuerte personalidad que caracteriza a esta ciudad decido no peinar más mi pelo, sumergida en la bañera mientras miro de frente la luna. Dejo mi cabello mojado hasta que se seque por puro aburrimiento. Y así pasan las semanas. Sin darme cuenta se van formando nudos difíciles de domar. Los rizos se convierten en una maraña que a mí se me antoja bella.
Cruzo el puente y ya llego a Kreuzberg, en realidad de donde nunca me fui. Nadie mira ni me reconoce hasta que llego a mi tienda de la esquina, donde mi afán de clienta habitual me impulsa a comprar en un lugar lejos de casa. Pese a los enredos en mi cabeza, el pelo no me pesa. Quizás porque Berlín me dejó de pesar hace unos meses, tal vez años.
Viene visita de Madrid. Voy a buscarlas al aeropuerto y cuando me miran lo veo en sus ojos. Esa mirada reprobatoria directa al cabello. Les devuelvo la sonrisa y respiro. Nunca antes tantos nudos habían sido tan liberadores.